miércoles, 19 de diciembre de 2007

Recuérdame en el fulgor...

Una vez escuche que las estrellas que observamos en el cielo, no son más que la luz que queda de ellas, porque en realidad esas estrellas murieron hace muchísimo tiempo. No sé si todo esto sea una verdad con base científica o simplemente una creencia, pero tampoco me interesa descubrirlo. Realidad o no, aquello que una vez escuché me hizo pensar en el gusto que siempre he tenido por contemplar las estrellas. Es extraño, de niña aún guardo cierto temor por la noche, pero contradictoriamente el detenerme a observar el cielo estrellado produce en mi un efecto tranquilizante e inquietante al mismo tiempo, como queriendo creer que hay algo más que el mismo acto de observar.

En estas fechas de fin de año tan obvias en cuanto a sentimentalismos e intentos de buen obrar, yo simplemente sigo aferrada a mi gusto por las estrellas y a mi interpretación al respecto. Creo que al contemplar la oscuridad del cielo, sólo me parecerán lo suficientemente hermosas y potentemente brillantes aquellas estrellas que representan el cariño de esas personas únicas que emocionalmente dejaron una huella en mí. Que me nutrieron de todas esas cosas sencillas en las que vale la pena detenerse en la vida, aquellas personas de las que pude aprender lo que era el cariño, así tan simple, limpio y natural. Personas preciosas que renunciaron a la vitalidad de sus últimos años para enseñarme a vivir, para verme crecer.

Ese extraño acto de desear contemplar el cielo, sin importar el temor a la noche y a la inmensidad de su oscuridad, es la forma de continuar creyendo que a pesar de no seguir ligados a quienes más hemos amado a través de un mismo tiempo y espacio terrenal, esa luz que alguna vez conocimos jamás se extinguirá y nos seguirá acompañando por siempre, con la única condición de lograr reconocer su fulgor al final de cada día.